sábado, 14 de abril de 2012

Un vistazo a Clarice Lispector


Leyendo me hallo el segundo libro que cae en mis manos de esta autora brasileña de origen ucraniano (tiene una historia interesante), y puedo adelantar que me está gustando mucho, quizá haga una reseña sobre él. Después de La hora de la estrella, una novela muy interesante, pero que pierde bastante fuelle en la segunda mitad del libro, me quedé con ganas de más y saqué de la biblioteca Aprendizaje o el libro de los placeres, que tenía todavía mejor pinta, y a falta de treinta páginas no me ha decepcionado en ningún momento. Además, en ella he podido encontrar ciertos ecos de El lobo estepario, de Hermann Hesse, una de mis novelas preferidas, así que el disfrute ha sido doble.

© Claudia Andujar (1961)

Os presento a esta prodigiosa adalid de la literatura brasileña moderna, que aunque no sea especialmente fácil de leer, merece mucho la pena descubrirla. En el diálogo que transcribo, los protagonistas, Lori y Ulises, se hallan en pleno análisis de las causas que han determinado la forma de existir de ella, pasiva, indiferente y aislada. Lori le habla de cierta ocasión en que, estando en París, se pierde y no recuerda el nombre del hotel en que se aloja, por lo que no tiene un sitio al que volver: una imagen contundente que retrata perfectamente su vida. Lispector es una escritora que abunda en las metáforas con imágenes concretas e intensamente evocadoras, que realiza una profundísima descripción de la psique de sus personajes y que recurre con frecuencia a los símbolos, como ese vivificante baño en el mar de la protagonista en pleno amanecer. Éste es sólo un pequeño ejemplo de todo aquello, aunque es bastante para componer una semblanza de la triste Loreley, o Lori:

     Lori ya le había contado a Ulises algo de la época en que, en Campos, los padres eran ricos y viajaban, pasando meses con los hijos en un país u otro, hasta que, al mismo tiempo que la madre moría, la fortuna familiar se redujo a un tercio. Ulises, a pesar de no haber viajado nunca sino por Brasil, jamás le había hecho preguntas de tipo turístico. Ni ella las describía. Lori había hablado sucintamente sobre sí misma en otros países. Había dicho poco pero él, por la atención que le había prestado, parecía haber oído más allá de lo que ella había contado.
      Había hablado de París, pero no de la tierra llamada París. Había hablado de cómo allá el invierno se llenaba de tinieblas en el crepúsculo y de cómo nevaba nieve mala, no de la leve sino de la pesada, y todavía más: los copos helados le golpeaban el rostro ya rígido de fríos traídos por las ráfagas de viento. Contó sin detalles que un día, al oscurecer, había comenzado en una esquina a llorar mansamente. No había nadie cerca, y entonces había comenzado a hablar sola: «Que el Dios me ayude en estas tinieblas heladas que son las mías».
      —En esa esquina —le dijo a Ulises con su voz siempre mansa— me sentí perdida, salvada de algún naufragio y arrojada en una playa oscura, fría, desierta.

      Lo mandó parar. ¿Y el nombre del hotel? «Vaya andando», le dijo al conductor. «Andando hacia dónde» había respondido malhumorado como todos los conductores en París. «Vaya andando», repitió con fingida dureza. ¿Olvidaría realmente el nombre del hotel? Se sentía como cuando era niña y participaba en representaciones teatrales, y entre bastidores, antes de entrar a escena, se estremecía de pavor porque sencillamente había olvidado las primeras líneas de lo que debía decir. Aunque, una vez en escena, hablase de repente como una sonámbula , y sólo más tarde fuese poco a  poco tomando conciencia de sí y del público y consiguiese representar su papel.
      Fue un frenazo súbito del taxi, acompañado de palabrotas del conductor, lo que le provocó la conmoción necesaria y de pronto recordó el nombre del hotel. Se lo dijo al conductor e inmediatamente rompió en llanto sofocado de alivio y sufrimiento.
      Ulises había escuchado con la frente fruncida. Y después dijo:
        —Y entonces no quisiste nunca más eso —y te detuviste ante la posibilidad del dolor, lo que nunca se hace impunemente. Sólo te detuviste y nada encontraste además de eso—. No digo que yo tenga mucho, pero tengo todavía la búsqueda intensa y una esperanza violenta. —No su voz baja y dulce—. Y no lloro; si fuera necesario un día grito, Lori. Estoy en plena lucha y mucho más cerca que tú de lo que se llama pobre victoria humana, pero es victoria. Yo podría tenerte con mi cuerpo y mi alma. Esperaré aunque sea años a que tú también tengas cuerpo-alma para amar. Todavía somos jóvenes, podemos perder algún tiempo sin perder la vida entera. Pero mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. Hemos amontonado cosas y seguridades por no tenernos el uno al otro. No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada. Hemos construido catedrales y nos hemos quedado del lado de fuera, pues las catedrales que nosotros mismos construimos tememos que sean trampas. No nos hemos entregado a nosotros mismos, pues eso sería el comienzo de una vida larga y la tememos. Hemos evitado caer de rodillas delante del primero de nosotros que por amor diga: tienes miedo. Hemos organizado asociaciones y clubs sonrientes donde se sirve con o sin soda. Hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes. No hemos usado la palabra amor para no tener que reconocer su contextura de odio, de amor, de celos y de tantos opuestos. Hemos mantenido en secreto nuestra muerte para hacer posible nuestra vida. Muchos de nosotros hacen arte por no saber cómo es la otra cosa. Hemos disfrazado con falso amor nuestra indiferencia, sabiendo que nuestra indiferencia es angustia disfrazada. Hemos disfrazado con el pequeño miedo el gran miedo mayor y por eso nunca hablamos de lo que realmente importa. Hablar de lo que realmente importa es considerado una indiscreción. No hemos adorado por tener la sensata mezquindad de acordarnos a tiempo de los falsos dioses. No hemos sido puros e ingenuos para no reírnos de nosotros mismos y para que al fin del día podamos decir «al menos no fui tonto» y así no quedarnos perplejos antes de apagar la luz. Hemos sonreído en público de lo que no sonreiríamos cuando nos quedásemos solos. Hemos llamado debilidad a nuestro candor. Nos hemos temido uno al otro, por encima de todo. Y todo eso lo consideramos victoria nuestra de cada día. Pero yo escapé de eso, Lori, escapé con la ferocidad con que se escapa de la peste, Lori, y esperaré hasta que tú estés más preparada.
      Lori siempre se maravillaba de cómo Ulises la conocía. Pues a pesar de poder comprenderla, ella temía su censura o que se desanimase y la abandonara, y que nunca le dijera que el «mal» muchas veces volvía: el aire dentro de ella tenía entonces olor de polvo mojado. ¿Volverá a empezar, Dios mío? Se preguntaba entonces. Y reunía todas sus fuerzas para parar el dolor. ¿Qué dolor era? ¿El de existir? ¿El de pertenecer a alguna cosa desconocida? ¿El de haber nacido?
      Y después, estancado el dolor como si no hubiese siquiera existido, exhausta, tras haber nadado kilómetros en el universo vacío, permanecía anhelante, se arrojaba en las arenas brillantes de un planeta, inmóvil, de bruces.


De la magnífica traducción de Cristina Sáenz de Tejada y Juan García Gayo. Aprendizaje o el libro de los placeres, Clarice Lispector.

2 comentarios:

Mr. No One dijo...

Chaval, pues me ha dejado impresionado el fragmento. Mola, pero ¿no será quizá un pelín efectista?

Mr. Nobody dijo...

¿Efectista? Por supuesto, por eso mismo lo elegí xD Ahora en serio, no te pienses que el libro es continuamente así. Por lo que he leído de esta autora, sí tiende bastante a la grandilocuencia, pero ese efecto se debe sobre todo a que tiene una prosa muy ornamental, pero lo compensa con la individualidad o la intimidad de los dramas que plantea. A mí me ha gustado mucho, la verdad.

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